Por Javier Yanantuoni – 2018
En la década de los noventa el neoliberalismo se terminó de instalar como política económica y cultural, junto con la idea del ingreso al mundo del mercado con la fuerza de las ideas. Conocimiento, creatividad, adaptación eran –y lo son hoy más aún, se dice- el nuevo combustible. El desarrollo de Internet, de las .com, los primeros negocios en la red que eran una ganga, fueron señales que sedujeron a más de una generación. Sin embargo, a poco correr, el reverso de esa cara, la flexibilización laboral, el aumento del costo de vida, la gestión de la pobreza, etcétera, volvieron a mostrar la rudeza detrás del capitalismo blando, creativo. La producción llegó hasta los niveles más íntimos de las personas, a ver si algo, un sentimiento, una chispa de lucidez, servía para “agregar valor”. Las juventudes que atravesaron el milenio en el auto de esta nueva versión del progreso terminaron muchas veces en la banquina por dar la pelea silenciosa a ese embate.
Los cuentos de “Weekend”, del escritor santafesino Ariel Aguirre (1991), retratan algunas “jornadas de lucha” en las que la percepción adolescente busca hacerse un territorio, alcanzar una pequeña victoria existencial en medio de la transformación del tejido social.
Aguirre narra en medio de la precariedad, la precariedad que ingresa en la clase media y muerde sus pequeños lujos, la precariedad que medra el lenguaje correcto, y que también adelgaza los límites y desinfla las aspiraciones profesionales. No lo hace desde la crítica, sino asumiendo esas nuevas condiciones para la juventud de los años dosmil con la suficiente fatalidad como para captar los nuevos movimientos del deseo y de las relaciones.
El cuento “Weekend”, que da título al libro, es un relato de mejores amigos. Mati y Kora están solos en la casa de sus padres, a punto de entrar a la universidad, haciendo la vida del pajero. El estudio, las chicas maduras y religiosas, los quehaceres domésticos no se terminan nunca de encastrar en la vida de los amigos arrojados al boludeo en el que los estímulos son caballos que corren en distintas direcciones.
En “Alba”, una gata nos cuenta la atracción entre dos chicas. Vemos cómo el deseo de Clara enlaza todos los objetos de la casa, como si su cuerpo hipersensible por la visita que espera fuera también la terraza, el piso, sus objetos. ¿Quién mejor para hablar de un cuerpo que una gata?
La barra de amigos de “Clavito” revive el loop central en una ciudad chica, amigos-bar-alcohol-pibas. De pronto en ese círculo que siempre parece eterno se toma conciencia del tiempo, los personajes se ven a ellos mismos años más tarde y empieza la calibración del loop.
En “Champú” el narrador se despide de sus compañeros de casa compartida con una carta llena de acusaciones y con la que pretende enseñarles a vivir como se debe. Y el principal motivo que activa el alejamiento no son las hostigaciones boludas –la música, la plata-, sino que sus amigos han terminado un champú sin darse cuenta de su contenido. Esa anestesia es lo que lo desquicia.
En una entrevista Ariel contó que el término Weekend –y no “Fin de semana”, como lo había traducido un periodista- lo remitía a las vacaciones, al modelo de autos tan común en los viajes familiares. Aldous Huxley en “Un mundo feliz”, habla del “soma”, una pastilla que permite corregir las emociones, gestionarlas, para continuar en el cauce de la función sin las fricciones de los sentimientos fuertes. Sus personajes se refieren al soma como “tomarse vacaciones”. Es lo que hoy hacemos cuando nos drogamos para dejar de sentir por un momento la presión de tener que producir. Y en esos momentos de drogado es cuando mejor sentimos el mundo, se acomodan nuestras emociones por más extrañas que sean. Aguirre, un escritor parido por los noventas, nos dice dónde ir a buscar escenas de trabajo (el de la percepción y del sentido), ahí donde no se las espera, en el fin de semana, en unas vacaciones de novios, conduciendo la weekend con la ventanilla baja y la radio, camino a una costa incierta.
Músicas para maridar letras